Cava Martínez

Me despertaba todos los días sin prisa por abrir los ojos, espatarrado bocabajo, con la cintura felizmente arqueada y la saliva límpida en la boca. Era verano, era agosto; amanecer se agradecía tanto como acostarse y ningún día dormía solo. Los últimos playboys, amigos, somos así: agrestes como una cala, descarados como una pelirroja en topless. No sé si se habrán fijado, pero no es frecuente ver a mujeres pelirrojas con los pechos al aire. Yo me he pasado las vacaciones oteando playas y riscos por media España, en el Delta del Ebro, en Asturias y en Cantabria, y entre montañas del Pirineo oscense abiertas al sol de par en par, pero no he descubierto nada, ni una peca ni media fuera de su sitio. Y me hacía ilusión, porque soy un dandy del extrarradio que siempre persigue lo extraordinario, el vino más fino, el plato más exquisito, la mujer sensual, parapapapá. Los viernes sueño con Fernando Esteso y los sábados con Philippe Junot, y en verano, al caminar, las chanclas me suenan con un irresistible chasquido de libertad. Siempre había pensado que solo me faltaba un soberbio champán de cabecera para rematar esta facha de bon vivant, y hete aquí que, casi sin querer, brindando a lo tonto durante mis últimos viajes, lo he encontrado. Se llama cava Martínez (cómo si no), y me he enamorado de su versión Rosé: un vino rojizo, elegante y vibrante, lleno de pecas huecas que al atravesarte la boca te abren los ojos y te arquean la lengua. Fue beber aquel Martínez, camaradas, y enseñarme el mismísimo sol todas sus motas.