

Pasta pobre
Remartini Seco 06/06/2015 David Remartinez 0

A veces, cuando no había forma de enderezar la semana o simplemente se sucedía igual que la anterior, Martín se apañaba para cenar unos espaguetis con ajo, aceite y guindilla. Esa humilde cena fue la última que tomó Pasolini -junto a uno de sus asesinos- horas antes de que lo mataran, según había leído Martín en un tebeo años atrás. Cada vez que la preparaba, se entristecía por él mientras miraba borbotear el agua. Cada vez que la comía, una rara melancolía se le escurría al enrollar los primeros espaguetis en el tenedor. Por fortuna, la rabia del picante, el dulzor del ajo confitado y el picor de la sal maldon con la que aderezaba el plato acababan imponiéndose siempre, disipando la tragedia y dejándole solo la furia en la boca y un satisfactorio empacho. Martín se comía su pasta pobre, se quedaba tranquilo como un poema, y se arrebujaba en el sofá a esperar que los días volvieran a rimar solos. Esa particular liturgia finalizaba cuando, atrapado por la digestión, se dormía con un libro o con el mando de la televisión encima de la barriga. Siempre soñaba que era él quien compartía la mesa con Pasolini en su despedida.
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