Raíz de casa

Este sábado, en nuestra columna gastromonguer, unas fechas señaladas.

Llego a casa y mi madre tiene miles de chuletas de un ternasco rosáceo dispuestas a caer sobre la sartén para su feliz inmolación. De inmediato, sin embargo, se lamenta porque no ha preparado un primer plato. Rebusca en la nevera mientras mi padre me enseña dos manojos de unos rabanitos duros y gordos que ha comprado en un buen colmado. Los cojo, los corto, los lavo; preparo un aliño con anchoas y limón, amaso con ese emplasto los rábanos, y al volcarlos sobre la ensaladera les añado unas guindillas y queso fresco y el aceite de unos bocartes de una conserva casera y un poco más de limón. Mi madre sigue buscando y sacando fiambreras. En diez minutos tiene preparadas unas alcachofas rebozadas, unas habas con sus vainas y jamón, y una montaña de fritada, o su particular adaptación del pisto manchego, más dulce, más menudo, y ensamblado con huevo batido. Lo de esta mujer es magia. Comemos aplaudiendo. Los rábanos, las habas y las alcachofas me dejan un regusto pegado a la tierra, un sabor subterráneo y seco al que últimamente me estoy volviendo adicto. Lo busco también en las remolachas asadas, en los perrechicos salteados, en el vino. Mi padre se levanta y recoge la vajilla, friega sartenes, recuerda que hay que preparar las cafeteras. Es viernes, y el Día del Trabajador. El domingo es el Día de la Madre. Resulta sospechosa la cercanía que comparten ambas festividades. Creo que también comparten una profunda raíz. Como la que nos acabamos de comer aquí, sobre esta mesa.