

Piel de ajo
Remartini Seco 16/07/2015 David Remartinez 0

Me cago en la piel del ajo. Me cago en la piel de todos los ajos que pelo cada semana porque se resisten a ser depositadas en la basura con una obstinación increíble, casi mágica. Entierras tu montaña de pelarzas resinosas en el fondo del cubo, y a al día siguiente, de la que acabas de barrer la cocina o vas camino del baño, aparecen redivivas una o dos pieles debajo de una silla, o tumbadas al socaire del pasillo, o adosadas a un quicio inferior del frigorífico, o jugando a ser la graciosa bolsa de basura de ‘American beauty’ de la que sobrevuelan una baldosa con ínfulas de libertad. Yo maldigo sus carnes muertas y me agacho, relinchando de cabreo y de viejo, e intento agarrarlas, o despegarlas, puñeteras meretrices de esquina. Pero entonces, invariablemente, se me escapan de entre los dedos con la velocidad y la provocación de un ratón mexicano, intolerable desacato, me cago en las pieles del ajo, ¿por qué? ¿De qué estáis hechas, por qué no hay forma de sepultaros? ¿Acaso os temen los vampiros porque conocéis el secreto de su falsa tumba?, ¿acaso ganáis una segunda vida cuando os desprenden de la que antes protegíais? ¿Por qué me habéis elegido a mí para entreteneros la levedad y la inmortalidad? ¿Qué culpa tengo yo de Kundera? No puedo más, habéis ganado. Desde el hall al último rodapiés, la casa entera es vuestra. Ya ni siquiera os quitaré de entre los dedos cuando, de la que voy pelando ajos, os acumuléis sobre mi piel con vuestra baba seca. Estoy dispuesto a pasar así el resto de mis días, hasta convertirme en una enorme pulpa, y entonces arrojarme a un volcán, y veros morir, en venganza fría.
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