Una historia inventada de la cocina Una historia inventada de la cocina
El insigne suplemento que tiene la descabellada costumbre de reservarme un hueco cada semana cumple este sábado seis años de publicación. Esta vez me... Una historia inventada de la cocina

El insigne suplemento que tiene la descabellada costumbre de reservarme un hueco cada semana cumple este sábado seis años de publicación. Esta vez me ha reservado media página. Y yo he conseguido llenarla. A ver quién es el guapo que se la lee hasta el final.

¿A usted le gustan los pechos de silicona? ¿Opina que implantarse tecnología pervierte el cuerpo o que lo mejora? ¿Desprecia su tacto, o cree que su firmeza resulta imbatible para seducir? ¿Piensa abanderar una cruzada contra las tetas de goma, o defiende el derecho individual a manejar el propio organismo aprovechando la ciencia? Pues un dilema parecido encara la gastronomía actual.

Inventemos una historia de la comida occidental en tres pasos.

Primer episodio: en 1902, Georges Auguste Escoffier publica ‘La Guía Culinaria’, un recetario enciclopédico que establece las técnicas del guiso contemporáneo y que se asienta sobre la extracción máxima del sabor: el fondo. Este caldo, sustanciado a partir de huesos, carne y grasas sometidos durante largas horas de fuego, sirve de base para salsas, sopas, estofados y asados a los que, a su vez, Escoffier ajusta tiempos, ingredientes y temperaturas. Su manual dirige la alta cocina durante más de un siglo, sin que nadie le menee al maestro francés ni uno solo de los pelos de su abundante bigote cano.

Segundo capítulo: en la pasada década de los años 70, Paul Bocuse, Michel Guérard y los hermanos Troisgros revisan el libraco de Escoffier tomándose un Burdeos y deciden aligerar su mantecosa filosofía. La «nueva cocina» pretende ser fresca además de sabrosa, más liviana (y por ende sana), y sobre todo elegante. De la bandeja y la salsera se pasa al plato individual decorado, y del gran bocado, a la degustación de paladar. En España, nación siempre cosmopolita, la nouvelle cuisine se rebautiza como «cocina de mariconadas». Ólei, arsa, arriquitáun.

Tercer episodio: en la década de los 90, un hombre de hablar atropellado y difícil peinar llamado Ferrán Adrià visita a los mejores discípulos de la nueva cocina (Michel Bras y Pierre Gagnaire) y experimenta una epifanía palatina. «¿Por qué me persigues, Ferrán?», dicen que le clama una voz desde las nubes después de eructar. Cuando regresa a su pueblo, Adrià se enfrasca en aplicar tecnología vanguardista a los alimentos, en plan profesor Bacterio, con la ambición de crear nuevas «texturas» y sabores. El pelo se le altera todavía más.

Los descubrimientos del laboratorio Adrià, del sifón a la gelificación o a la transformación en bolicas, se solapan con una globalización mundial que acerca cualquier ingrediente a la mesa del chef, por lejano que sea su origen. El resultado: una cocina asombrosa, irrepetible fuera del restaurante, que transforma los negocios de lujo (ahora requieren químicos e ingenieros) y que introduce la gastronomía en otra época.

Pero entretanto, ¿qué ha pasado con la alimentación? Pues quitando el nimio detalle de que la mitad del mundo se muere de hambre, algo parecido. La industria ha alcanzado también una tecnificación absoluta que abarca todo el proceso de avituallamiento, desde las semillas hasta el consumo último del plato. Hoy se puede comprar cualquier receta, no ya preparada en una fábrica, sino planificada genéticamente para mejorar su productividad.

Llegamos así a las mencionadas tetas de silicona, verdadero objeto de su interés, querido señor lector. ¿Qué, si no, son los alimentos transgénicos, más que tecnología que imita a la naturaleza? ¿Y se llevaría usted uno a la boca, un alimento de esos, me refiero? Como ve, es la misma pregunta, pero con distinto sujeto.

Ahí reside el debate culinario de nuestro tiempo. La cocina molecular que inició Adrià, y que han continuado luego Heston Blumenthal y otros, atesora ya una ingente cantidad de técnicas de transformación, inimaginables para el bigotudo Escoffier y su básica triada de hervir-asar-freír. Lo mismo sucede con las alacenas, repletas de viandas internacionales para distinguir las creaciones de cada cocinero-autor-artista. ¿Cuál será el siguiente paso? Pues mezclar ambos procesos como hace la industria alimentaria; es decir, crear en el laboratorio nuevos ingredientes según la imaginación del chef.

Quizá piense que desvarío. Pues no. He visto al menos dos veces todos los capítulos de ‘Expediente X’ y sé perfectamente de qué hablo. También conozco la moda de la «cocina de producto», he leído la biblia slow food de Carlo Petrini, y cada vez que cocino un pollo convencional me pregunto cómo puede sostenerse sobre unos huesos tan blandos.

Pero también me pregunto por qué los cocineros no opinan abiertamente sobre los transgénicos, si la ingeniería y la tradición son incompatibles, si un melocotón modificado en su ADN es en sí mismo maligno, si la ciencia podría alimentar a los miserables del planeta y por qué me gustan todo tipo de tetas. Luego entro en Twitter y veo que Adrià se pregunta a sí mismo: «El tomate, ¿es un producto natural o es una realidad imaginaria que queremos creer?». Y entonces, ante tamaña chorrada, confirmo que mi intuición va por buen camino, que el debate que apuntó Santi Santamaría era el acertado: tras el recetario, la belleza y la técnica, se abre ahora un cuarto capítulo en la historia de la gastronomía que afecta a la esencia, a la misma tierra.

David Remartinez Redactor

(Zaragoza, 1971). Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Pontificia de Salamanca. Ha trabajado en radio, televisión y prensa, y se incorporó a la plantilla de El Diario Montañés en 2011. Actualmente trabaja en la edición digital y escribe el blog Remartini Seco.

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