

Cocina de alcohol
Remartini Seco 21/03/2015 David Remartinez 0

Aquí tienen ustedes la columna gastroencefálica de esta semana, que viene en botella.
Voy a dejar de utilizar el alcohol en la cocina porque quizá no sea tan buen invento. El sábado pasado estaba preparando un caldo de pescado y acabé abrazado a la damajuana del aceite bailando ‘Everlasting Love’, la canción que estaban radiando en ese momento, aunque si hubiera sido otra me habría dado igual, porque casi le meto mano a la garrafa de tanta alegría dipsomaniaca como me embargaba. Desde que descubrí que un chorrico de Martini Seco y otro de Ricard mejoran casi cualquier fumé, sobre todo los extraídos con peces de roca, rara es la paella de marisco que no deposito en la mesa tambaleándome con una kurda de campeonato y tarareando alguna canción inventada de Édith Piaf. A veces, hasta me ha parecido ver a las nécoras haciéndome palmas. El conejo lo alegro con una miaja de Fino, y con vermú rojo los langostinos. El cerdo lo baño en ron añejo, a los mejillones les llueve albariño, y a casi todo, aun sin venir a cuento, acabo echándole coñac, un vasito para la cazuela y otro para el coleto, ea. Confieso que este vicio me viene de muy atrás: a una novia que tuve le pedí la mano, o medio cuerpo –no recuerdo–, mientras estofaba unas lentejas con mistela. No sé, estaba yo como dulce por adentro. Y aunque al descubrir que los ojos no me brillaban de emoción, sino de mareo, ella respondió que no, que ni pa dios, yo volví a brindar al viento, girando, y arropándome en los pétalos de mi delantal. Entonces ella me golpeó y ya no recuerdo más. Desde aquella lesión no he levantado cabeza, la verdad.
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