Dulce cocodrilo Dulce cocodrilo
Durante algunos años de mi vida, esos de la ñoña infancia y la revuelta adolescencia, mi mayor deseo fue tener en Navidad, sobre la... Dulce cocodrilo

Durante algunos años de mi vida, esos de la ñoña infancia y la revuelta adolescencia, mi mayor deseo fue tener en Navidad, sobre la mesa, uno de esos típicos cocodrilos de mazapán. Cada vez que los encontraba en los escaparates de las pastelerías, en esta época del año de concordia y felicidad extrema, se me caía la baba mirándoles a los ojos. Admiraba sus afilados y blancos colmillos, siempre bien alineados, y esa lengua colorada que invitaba al mordisco profundo. Su cuerpo, surcado por decenas de arrugas, se me aparecía en sueños cortado en rodajas, derrotando así al malvado caimán que se atrevía a molestar a mi amigo Tarzán y su novia Jane en la selva africana. En esos sueños, como al joven doctor Watson en ‘El secreto de la pirámide’, se me aparecía el cocodrilo danzado macabramente enseñándome su dulce cola, diciéndome «cómeme, cómeme». Como las alondras del deseo que cantan, vuelan, vienen, van…
Pero en casa, el cocodrilo de mazapán no era una prioridad en las fiestas navideñas y además solo tenía un fiel seguidor en la familia. Los progenitores apostaban por el turrón y las figuritas, en las que ni tan siquiera había lagartijas troqueladas. Caracoles, trompetas, extraños panes y hasta patos, pero jamás algo parecido a mi preciado cocodrilo.

Con el paso de los años y la paciencia templada, dejé de pensar en ese delicioso reptil para centrarme en el jamón de Jabugo y el cava bien fresquito.

Un 24 de diciembre, hace unos pocos años, llegó a la puerta de mi casa un paquete. Un hombre grandote, con pelo y barba canosa, lo dejaba a mi nombre a la señora de la limpieza. Venía de una empresa desconocida y con una tarjeta de visita de alguien que aún no sé quién es. Dentro encontré aquel tan deseado cocodrilo de mazapán mirándome con sus ojos saltones. Esa noche presidió la mesa y no tuve el valor suficiente para trocearlo. A punto estuve de llevarlo a la Cocina Económica, pero al final mi familia decidió que había que comerlo y fue ella quien lo ejecutó. Me dicen los vecinos que el hombretón aquel bajaba las escaleras, con un chaquetón rojo, y una risa ronca y socarrona.

Diego Ruiz Redactor

Santander 1960. Universidad de Cantabria. Sección de Deportes, Cantabria en la Mesa y, a veces, algo de toros.

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