Elegir vino

Hacedme caso: elegid siempre el vino por la etiqueta. Porque os guste o porque os suene de algo. Apreciad también la forma de la botella, cogedla con las manos y sobadla tranquilamente, mmm… es un tacto sin par. Yo además las alzo, y las miro a contraluz cerrando un ojo. Me gusta ese gesto. Luego las pego a mi mejilla derecha, y si el fresquico me hace reír, las adquiero sin dudarlo, depositándolas ante la caja con la determinación de un ministro. En algunas vinaterías me han prohibido entrar y en otras me hablan muy muy despacio. Pero no me importa, también busco cada poco nuevas tiendas, soy un arqueólogo global (para mi higiene personal, por ejemplo, prefiero el cepillado prudente al agua). Durante mi última expedición vinícola descubrí un blanco llamado ‘Lovamor’ en cuya etiqueta salen Caperucita Roja y el Lobo dándose un beso de tornillo. La botella es borgoñesa, que, para los no iniciados en estas cuitas, viene a ser la Sofía Loren de las botellas: voluptuosa, con una confianza en sus caderas de las que desarman. Las botellas borgoñesas embrutecen muchísimo, y en la mejilla son casi insoportables. Esta, encima, iba coronada por un lacre en lugar de por el habitual gollete (lo que viene a ser ponerse liga en lugar de calcetines) y el tendero, por remate, la ensalzó. Así que compré un ‘Lovamor’ e invité a cenar a una tía, a la que pretendía convertir en Caperucita y dejarla roja perdida a base de darle vueltas. El vino es fabuloso, no habéis probado un blanco igual, tan amable, evocador y natural. Tiene magia. Porque encima cumple su etiqueta.