Tiene detalles escondidos, estar en él es como sentirse en casa y las horas pasan a tal velocidad que la noche seguramente entre aunque...

Tiene detalles escondidos, estar en él es como sentirse en casa y las horas pasan a tal velocidad que la noche seguramente entre aunque hayas llegado a la hora de comer. El restaurante ideal no se puede definir según unas reglas estrictas sino que tiene ciertos trazos difuminados tan reconocibles que generan placer al que lo visita al mismo tiempo que permiten encontrar en la mesa una dimensión perfecta para disfrutar de una gloriosa comida.

El restaurante ideal es aquel que casi sin darte cuenta has vuelto a visitar una y otra vez sin tener una única razón precisa sino porque cuando pones un pie en él todo lo demás se emborrona y una nueva realidad –irreal– ocupa tu dimensión espacio-temporal haciéndote implantar que hay ciertos instantes en los que no hay mejor panacea que desenchufar el botón de la responsabilidad y dejarse llevar por esos bonitos momentos de lujuria que también forman parte de una cosa que muchas veces nos negamos a vivir: la vida.

Quizás el restaurante ideal esté en un lugar aislado del mundo, silencioso, entre árboles y caminos que poder recorrer tras la comida, pero lo suficientemente cercano para que llegar a él no sea una Odisea. Es una casa acogedora, rodeada de hierbas aromáticas y flores que servirán para cocinar y en la que jamás esperarás en la puerta a ser atendido sino que nada más te vean aparecer te sonreirán decididos a que te dejes caer en sus manos y que, desde ese mismo momento, tu reloj se pare. No será demasiado pequeño pero sí que tendrá ese olor a hogar que choque con mesas amplias y lo suficientemente separadas unas de otras, iluminadas por las estratégicamente colocadas ventanas que aplicarán a la experiencia ese punto bucólico al mirar hacia el horizonte.

Esa atmósfera relajada, sin absurdas normas canónicas más que el asumido saber estar de cada comensal, será el escenario de una obra en la que todos los invitados serán tratados por igual y el cocinero querrá salir a compartir con ellos sus vivencias y experiencias, entendiendo que todos y cada uno han llegado hasta allí con las mismas premisas.

El menú será fácil y claro, sin demasiadas opciones ni largas líneas de explicaciones de los diferentes platos y con una oferta flexible en la que se puede elegir libremente para construir un recorrido propio o dejarse guiar por el establecido por la casa, sin que el encorsetamiento ante las reglas de la cocina esté presente. Habrá pan caliente hecho en casa al que no nos podremos resistir, ni a ninguna de sus mantequillas o patés caseros en los que untarlo, mientras los primeros platos salen de la cocina, siempre precedidos por la elección de un vino de una carta no excesivamente larga sino con referencias elegidas con cierto criterio en función del lugar en el que se está y la comida que se degusta.

El aroma invadirá la mesa en el momento que los manjares lleguen: platos completos y honestos, de más de tres cucharadas para poder percibir realmente qué es lo que se está comiendo aunque también podrá haber algunos platillos para empezar picando con la mano que hagan divertida la jugada. No hará falta que existan elementos orientales porque sí, ni técnicas vanguardistas porque es lo que ahora manda, sino que los jugos y fondos serán redondos y el primer bocado convencerá igual que el último, siempre dejando al paladar con ganas de más. La materia prima se reconocerá y se venerará, siempre mejor si sigue la línea del lugar donde se encuentra y la estación en la que se está y los postres –¡ay, esos a veces olvidados!– pondrán el punto y final perfecto sin ser ni demasiado livianos ni, por el contrario, muy contundentes.

El restaurante ideal tiene un servicio acogedor que intenta que sientas cierta complicidad pero sin llegar a ser agobiante. Su labor subrayará el trabajo de la cocina pero sin la necesidad de largas explicaciones que luego quedan en el olvido y, sobretodo, tiene una calidad tan humana que hace que confíes y te dejes llevar nada más sentarte en la mesa.

Quizás el restaurante ideal transmite tanto su identidad que no sepas nunca definirlo pero sí amarlo; no será un lugar cualquiera ni la experiencia que vivas tú en él sea una experiencia cualquiera y es que incluso a la hora de que la cuenta llegue, el total te parecerá absolutamente correcto y serás feliz de pagarlo mientras te tomas tu té en alguna zona de su terraza viendo atardecer. Sea como sea, lo más bonito que tiene el ‘restaurante ideal’ es que cada uno tenemos el nuestro y, probablemente, el mío no sea nada parecido al de ninguno de ustedes.

Clara PVillalón Miss Migas

Me llamo Clara, y lo soy. Soy creativa, testaruda, divertida y un poco locatis. No cierro discotecas y me gusta comer con las manos; si tengo que elegir me quedo con una cocina tradicional pero renovada, sin demasiadas esferificaciones ni metales preciosos.

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